Aventura accidentada
Sábado 13 de Diciembre del 2015
Escribo desde el hospital de Palmor, provincia de Santa Marta, me tiré al agua
desde un puente de unos 10 metros de altura y caí mal. Procedo a contar las
circunstancias que me llevaron a tan lamentable accidente.
Me despedí de Marina, mi compañera de viaje unos días atrás, buscando mi propio
camino a través de las señales que nos da la vida. Estaba en un autobús,
observando pensativo por la ventanilla y preguntándome, ¿a dónde voy ahora?
Entonces, divisé dos indios kogui, vestidos de punta en blanco. Justo en ese
momento le estaba pidiendo al universo una señal, así que decidí ir a la Sierra
Nevada con el propósito de aprender de sus medicinas ancestrales.
Fui en
autobús hasta San Pablo y allí me dirigí a una pequeña bodega regentada por un
niño.
- Amiguito, ¿cómo se sube hasta San Pedro?
-Mi padre te lleva en moto
-¿Puedo hablar con él?
Al poco, salió un hombre joven y fuerte al que saludé y estreché la mano.
-¿Cuánto cuesta subir a San Pedro, amigo?
Ya se estaba haciendo de noche, él dijo una cifra elevada, la bajamos un poco y
nos pusimos en camino... El atardecer era impresionante: montañas boscosas en
toda dirección y la majestuosa sierra recortándose contra el fondo malva y azul
oscuro.
La trocha, de cabras, pero sorpresivamente nos cruzamos un pequeño camión dando
brincos ladera abajo. Finalmente, llegamos.
Aquello parecía una colonia del lejano Oeste, estilo montañés, hombres con
sombreros a lo cow-boy y machetes envainados al cinto con flecos de cuero, las
mujeres, poco femeninas, de miradas torvas y alegres risotadas. Dormí en el
hospedaje del carnicero.
Olvidé decir que José, el motorista y yo, habíamos acordado que le llamase a mi
regreso, su hijo quiere hacerse un didgeridoo y su padre, un tratamiento de
reiki. (Cuando íbamos ladera ariba, notaba un pequeño crujido en la
articulación de su hombro y me confesó que fue producto de una mala caída en
moto.)
Limpié lo mejor que pude aquel matadero que había sido mi habitación con mis
instrumentos y después me los llevé a la calle para tocar con los jóvenes del
pueblo.
No habían visto nunca ni un didgeridoo, ni un cuenco tibetano, ni una flauta
cherokee... y todos estuvieron tocando! Trajeron, además una guitarra y en
seguida se armó la fiesta.
Al día siguiente me puse en marcha muy temprano, después de tomarme un tinto
(café negro con panela, muy sabroso y cargado) y llegué en moto a San Javier,
la localidad más cercana a Don Lorenzo, un indio kogui de 100 años...un mamo,
un líder sabio.
En San Javier estaban en plena cosecha de café, no muy alegres por cierto, este
año no hubo tanta abundancia como el anterior. Me encontré con un guajiro
gallardo, tienen un porte elegante y altivo, como heredado de sus ancestros
conquistadores. Este hombre me llevó a un mirador desde donde me señaló el
campamenteo Kogui.
-Tienes que bajar la quebrada, cruzar el puente colgante y tomar el camino de
la derecha así lo hice, bajé unos 300 metros de altitud, dando saltos con la
mochila y el didgeridoo, pero al final todo sucedió de manera muy diferente.
Me perdí un poquito, pregunté a unos colonos que me reencaminaron después de
convidarme a un agua panelita, aquí te invitan siempre a algo... un tinto, un
juguito, un agua panela... es la legendaria hospitalidad del guajiro
colombiano: Café, machete, arepa y sombrero... botas de caña alta, caballo o
motocicleta, bigote y buena leña para la hoguera... Buen día, ¿cómo ha estado?
¡Dios me lo bendiga!
Recordé mucho la historia de los Aureliano Buen Dia, aquí el menos pintado se
llama Anselmo o Don Cipriano... tienen miles de parientes en la vecindad y
presumen de sus tierras y posesiones sin olvidarse nunca de darle gracias al
Señor.
Finalmente llegué a donde los koguis... los niños me miraban desde lo alto de
una loma que iba remontando paso a paso. Allí mismo se presentó Don Lorenzo
¿100 años? Aparentaba 60, su padre, un gran Mamo, había llegado a los 125.
En ese
momento le andaban visitando el de la luz y la de los colegios. Cuando se
fueron, Lorenzo parecía algo preocupado. Preguntó el motivo de mi visita, le
dije que me interesaba onocer la medicina de su pueblo y su sabiduría, que yo
me de dedico a las medicinas alternativas, que para ello cargo los
instrumentos... en esto se interesó súbitamente
-Toque, ¡Toque! ¡Haga el favor!
Y toqué el didgeridoo, la flauta cherokee, el cuenco tibetano... y el mamo
pedía más.
entonces le hablé de las runas célticas y se las leí a él solo, es algo muy
personal.
Yo sentía regalarles algo, le di a elegir y sin dudarlo, escogió el cuenco
tibetano.
Se puso muy contento y me dieron de comer yuca con huevo. El mamo vestía unos
elegantes harapos blancos, hablaba con la boca llena de coca en kogui o en
español indistintamente.
Después
de comer me llevaron a sus tambos, unas impresionantes construcciones de madera
y pluma de gallo, las hojas con las que cubrían el techo de forma cónica.
Tras esto, fuimos a las cataratas, tan hermosas y deliciosas aguas que me
sumergí en ellas hasta diluirme en silencio.
La noche, estuvo cargada de historias, Don Lorenzo
me contó como estuvieron al filo de la extinción con el gobierno militar del 45
que pobló las montañas de colonos armados y después, con la guerrilla y los
paramilitares que en ocasiones les acusaron de colaborar con el enemigo... Don Lorenzo
en aquella época, era estudiante y vivía con los civiles, se había rapado el
pelo, separado de su tribu, hasta que comprendió, que había llegado el momento
de volver. Entonces, asumió la defensa de los koguis, pocos hablan bien el
español y menos, han estudiado en una universidad... se aliaron con los
arahuacos y otras etnias locales y argumentaron que ellos protegían las cuencas
hidrográficas que alimentan de agua las ciudades costeras, que acabar con los
asentamientos, era acabar con el agua, que la misión del kogui es proteger los
bosques, ríos y animales y que los colonos tenían que “volver pa bajo”... el
gobierno de turno reconoció la función preservadora de los recursos naturales
de Santa Marta y declaró Reserva Nacional buena parte de su territorio, también
legalizó las colonias existentes pero paralizó cualquier nuevo asentamiento.
Fue así que tras el periodo más caliente de la guerrilla, koguis y arahuacos
volvieron a vivir tranquilos.
Todos aquí tienen hermanos, amigos, padres o madres muertos o desaparecidos por
la guerra, afortunadamente, todo en esta zona, se ha calmado.
Antes, los colonos sembraban coca, marihuana, o amapola blanca, ahora, además
de sus cultivos de mango, yuca y banano cultivan, para exportar, el café.
¡Bendito café!
Don Lorenzo me contó como hacía “trabajos” rezando y saliendo de su cuerpo para
recuperar dineros perdidos, proteger de enemigos, causas legales... por la
noche estuvimos cantando y al día siguiente me despedí y me puse en camino a
San Javier. Afortunadamente, Gabriel, su hijo menor, me acompañó, cargando mi
didgeridoo, con lo que se cumplió mi esperanza de subir sin cargarlo.
Una vez arriba, y tras tomarme un tintico con unos improvisados amigos, conocí
a Carlos, un cafetero mototaxista que
se ofreció a llevarme a Palmor. Filosofamos por el camino, me preguntó ¿cuál es
tu Dios? El amor y la bondad le respondí... y eso ¿cómo es? Osea, yo soy de la
iglesia evangélica cuadrangular... Eso no importa, le respondí, mi Dios, o el
del mamo Lorenzo o el tuyo...No creo que sean muy diferentes. Seguimos hablando
de esto y otras cosas y nos bañamos en un río, comimos algo y finalmente,
llegamos a Palmor.
Después de la visita subimos a su casa por una trocha empinada y selvática, si
no fuera porque paramos 3 veces a tomar tinto o agua panela por el camino, no
sé si hubiéramos llegado, por fortuna, por el camino fuimos parando en casas de
familiares y vecinos. La muerte andaba cerca y hubo una vez que casi no, que me
caí ladera abajo, por fortuna, me detuvo un arbusto a tan solo dos metros. En
su casa cantamos y tocamos la guitarra improvisando una canción con las cosas
del camino. Esa velada dormí en la parte de atrás de su camioneta. Una vez más
me levanté de noche, medité, desayunamos y nos pusimos en camino. Tras comprar
una libra de exquisito café en casa de unos vecinos amigos de Carlos, fuimos
hasta un río muy bonito que tiene un puente muy alto. Allí, quise enfrentarme a
mis miedos... Carlos me aseguró que era bien profundo y que allí la gente, se
tiraba. Recé, me desnudé, y me regué un poco de agua en la cabeza y las
muñecas... agua de deshielo... pucha... no fue tan difícil como pensaba, era
como si ordenase al muñequito de mi cuerpo que saltase... y saltó... me encantó
la adrenalina y la sensación de vacío, lamentablemente, no caí del todo recto y
al frío de la torrentera se sucedió el estupor del dolor y la torpeza de
movimientos. Llegué jadeando y nadando a perrito hasta la orilla. Mi buen
amigo, que quizás es demasiado puritano para ver a un hombre desnudo, no se
enteró de nada, se fue a buscar la moto y me quedé agónico y solo.
Me puse a rezar mientras me retorcía en la arena buscando una postura que me
calmase. No la hallé, mantré la palabra Amor y me puse en pie. Necesitaba la
ropa, pues estaba temblando de frío. Entonces, me dirigí desnudo hasta mis
prendas, me las puse como pude y me preparé para lo que Dios quisiera, mis
dientes castañeteaban, mi cuerpo temblaba, pero el paisaje que me rodeaba era
simplemente, maravilloso. Un Dios de agua entonaba su voz blanca. Por ahí
pasaron dos caminantes y no se quisieron parar a ayudarme, me saludaron y se
fueron. Llegó Carlos, ángel del camino, rezó por mí y mal que bien, me subí a
la moto, sin dejar de rezar. Cada bache era un ¡ay! Pero llegamos al hospital,
donde me atendieron muy amablemente. Me tomaron los datos y me inyectaron un
relajante muscular. Aquí estoy en el hospital, pienso que nada de esto hubiera
pasado sin mi egoísmo y obsesión por ir a Palmor. Tenía que haber bajado a San
Pablo a hacer ese tratamiento de reiki al mototaxista, pero poco importa ahora.
Rezo por llegar bien a mi casa. Mañana vuelo a Bogotá y de allí a Madrid. Dios
quiera que haya vuelos y me alcance el dinero. Gracias al Amor por todo y
bendiciones para todas y todos.