viernes, 17 de septiembre de 2021

Georgia Antequera

                                                                 Relato de viajes


Foto de Borjomi, en Georgia L.Carmona Horta



Nuestro viaje empezó tres meses después de una noche mágica en el Torcal de Antequera. 
Todavía había cuarentena y toques de queda, así que aprovechamos la caída de la noche
para salir de la ciudad con nuestras bicis.
Habíamos hecho rutas nocturnas en otras dos ocasiones:
La primera, ni salimos de nuestra ciudad, la visita a las cuevas de dólmenes neolíticos
nos inspiró a vivir más intensamente.

¡Esa gente sí que sabía lo que era arriesgar el pellejo!
Por eso, la segunda vez que nos aventuramos en bici, fuimos hasta Fuente de Piedra, un pueblito a una hora de Antequera, que tiene una laguna que se llena de rosados migrantes flamencos. Después del pintoresco paseo, ahí nos quedamos escuchando los sonidos de la noche y disfrutando del calorcito que nos daba el amor.

En aquella ocasión comprobamos que a partir de las dos de la mañana, todo el mundo dormía
(menos los grillos, las lechuzas y un par de ciclistas trasnochados).
Fuimos al Torcal atravesando la ciudad hacia el Sur.

A nuestra izquierda quedaba la Alcazaba, cuyos muros en escalera estaban iluminados por una luz de limón y canela que vaticinaban para mí el sabor del éxito de nuestra empresa.
 -Cariño, no uses el freno trasero que nos van a pillar. Con el pitío ese que pega vas a despertar a los vecinos. -Interrumpió mi ensoñación Felicia, hablando a media voz.
-Vale ¡perdona! -dije tratando de usar el freno delantero con cuidado.-

En la calle Caldereros las sombras parecían vigilarnos desde sus ventanas oscuras, agazapadas tras las flores. Mientras atravesábamos la calle Jesús, con casitas blancas y bajas en ambas aceras, vi a unos trescientos metros dos luces azules. -¡Los picoletos illa!- le señalé asustado
 -No te preocupes hombre, que van por la autovía- dijo quitándole importancia Felicia- 
-Da igual, tu métete hacia la plaza del portichuelo y nos hacemos a un lado un ratito. 
-Ni de coña voy a ir yo hasta tan atrás, además que ahí ¡nos van a ver por todos lados!
-Métete en el parking que hay a la derecha, anda.
-Pero… -intenté objetar-
-Tú hazme caso y tira, hombre.

 Fuimos hacia un aparcamiento que había bajo una pequeña colina. Allí, escondiditos tras unos coches, nos reímos como dos niños traviesos y nos besamos.
Mientras, las luces azules pasaron de largo y continuamos sin más percances hasta la base del Torcal. Encadenamos las bicis detrás de unas retamas y comenzamos a caminar. 
 Felicia me contaba que lo que más le gustaba en el mundo era leer, que a través de la lectura viajaba a sitios muy lejanos. 
Confesó que coleccionaba historias, porque nunca se sabe cuando las vas a necesitar. 
 Entonces, decidí contarle el mito del Torcal que me contaba mi abuelo. 
El Yayo decía que estas montañas se formaron una noche en la que los gigantes de piedra se habían ido de fiesta. Se quedaron cantando hasta muy tarde. Habían llevado para el picnic ensalada de caliza con guijarros de río y un pastel de mármol que estaba para chuparse los dedos. Elvira, la giganta más hermosa (según los cánones de belleza de los gigantes de piedra, por supuesto) se puso a bailar y así se formó el valle de Abdaajis y el cauce del río Campanillas. Rolo, uno de los gigantes más audaces, consiguió prendar a Elvira con sus cantos, llenos de montañosos ecos. Y tras quedarse ambos acarameladitos, se fueron antes de que la fiesta acabase. Se acostaron y formaron con sus cuerpos la sierra de Camarolos, protegidos del sol y de las miradas indiscretas bajo sus sábanas de piedra. El problema de esta clase de gigantes, es que si les pilla el sol fuera de sus guaridas se petrifican para siempre. Y cuando los demás vieron el fulgor del alba en el horizonte, se levantaron para buscar refugio, pero en seguida los primeros rayos les tocaron, convirtiéndose en las altas montañas de formas caprichosas que podemos ver todavía en el Torcal. Aquella pareja de gigantes que se salvó gracias a la urgencia de su amor, se quedó en Camarolos, y de las lágrimas que lloran por su tribu perdida, brota el río Guadalmedina.

 Ya habíamos llegado al Torcal y cuando nos pusimos cómodos, mirando las estrellas sobre nuestras esterillas, Felicia decidió contarme una historia muy personal.

 -Te voy a contar la historia de mi bisabuelo Levan. Él fue inmigrante georgiano en la década de los 70 del siglo XIX. Allí hacen muy buen vino. ¡De hecho dicen que lo inventaron ellos!. Justo en ese tiempo la península ibérica sufrió la filoxera. La gran plaga de moscas come parras. Todas las cosechas de uva quedaron arruinadas. Las hojas de las vides estaban cubiertas de agallas causadas por la nidificación de esta especie de mosca. Mi bisabuelo Levan se enteró en Batumi, gracias a un amigo marinero que volvía de una ruta que pasaba por Cádiz. Pensó que era una buena oportunidad para viajar y hacer negocio. Así que decidió hacerse a la mar con su amigo. Este estaba enrolado en el carguero Sebastopol y le consiguió un pasaje a buen precio. Levan llevaba en la bodega un cargamento de sarmientos de una variedad resistente a la filoxera. Recorrió España hasta la zona de Aranda del Duero y el río Arlanza, allí, tras mucho preguntar con un diccionario en la mano, alcanzó a ponerse en contacto con un terrateniente llamado Paco, al que le vendió todos sus sarmientos y consiguió un buen dinero. Levan, le ayudó en el proceso de hacerles brotar y mientras estaba en aquella casa señorial, tuvo la oportunidad de aprender español con su hija, la hermosa María Belén. Paco no veía con buenos ojos que su hija pasase tanto tiempo con “el ruso” pero María Belén y Levan se enamoraron y su padre, no lo aceptó. Tenía otros planes para ella. Cuando María Belén le preguntó a su papá por qué no aceptaba a Levan, este le contestó que primero porque Levan era extranjero -un ruso, decía él, y segundo, porque era un simple agricultor y ella se merecía algo mejor que un “destripaterrones” . No aceptando la unión entre su hija y Levan, perdió a ambos. La madre de María Belén era de Fuente de Piedra y ambos decidieron moverse a Antequera, donde se casaron y tuvieron a mi abuela materna… 

 -¿Así que te he conocido gracias a un agricultor georgiano? -Pregunté medio incrédulo-
 -Así es, muchas veces me he imaginado cómo serán esas tierras y no sé… tengo ganas de ir a regar mis raíces georgianas algún día.
 - a la luz pálida de la noche, me pareció ver un destello en sus mejillas- 
-¿Y si te dijera que si vas, te acompaño? -Te diría que estás loco -rió Felicia, con los ojos llenos de estrellas.
 -Loco es este mundo donde no se puede ir ni a la vuelta de la esquina sin papeles.
 Tres meses más tarde estábamos haciendo cola en la embajada de Georgia, yo era el cuadragésimo octavo de la fila y ella lo sabía, así que se fue a comprar unos bocadillos a un bar cercano. Pudimos quitarnos las mascarillas el tiempo que nos duró el bocata y ver la sonrisa de Felicia me dio ánimos para aguantar la burocracia y no tirar la toalla. Salí de la oficina del cónsul con las manos vacías. -Nada corazón. Han suspendido todos los vuelos comerciales a Georgia. no hay ningún avión. Ni mercante ni de pasajeros que pueda llevarnos, sin embargo… -Sin embargo ¿qué? ¡Vamos como sea! -Nuestra única opción es volar hasta Odessa en Ucrania y de allí tomar un ferry hasta Batumi. -¡A Ucrania pues! -En los ojos de Felicia volví a ver brillar el fulgor de las estrellas- No hacían falta visados, pero tuvimos que contratar un seguro de salud para prevenir la posibilidad de contraer el Covid. Así lo hicimos y salimos de Barajas el 4 del 8 del 2020. El vuelo fue bastante agradable, nos tocó sentarnos al lado de Sor Daría una monja ucraniana que había estado estudiando Enfermería en Madrid. Nos dijo que volvía a la frontera rusa a cuidar de los heridos. Cuando llegamos a Odessa, nos sentimos completamente desorientados. En el mapa todas las letras aparecían en alfabeto cirílico y no sabíamos donde buscar la calle Taras Vulva. Preguntar por Taras Vulva nos parecía un poco obsceno, pero mirando por internet nos enteramos de que había sido un famoso guerrero kosaco que luchó por la independencia de Ucrania y nos decidimos a preguntarle a un hombre con grandes bigotes y el pelo rapado a ambos lados de la cabeza que nos recordaba mucho a él. Este señor no hablaba inglés, pero en seguida encontró a un joven que lo hacía y con su ayuda nos indicó amablemente qué autobús había que tomar para llegar a la dirección por la que le preguntamos. Era como viajar en el tiempo a la antigua Unión Soviética: Grandes monumentos, coches antiguos, gestos formales… Los edificios eran enormes y se accedía a su interior por medio de una cochera. Dentro había grandes patios que tenían muchos portales. También había árboles, gatos y a veces, hasta tiendas de alimentación. No teníamos grivnas con las que comprar comida, pero nos aceptaron los euros encantados. Yo creo que nos timaron pero con todo y eso era muy barato. Aquella noche decidí dar una vuelta por Odessa, la perla del Mar negro. Felicia estaba muy cansada y me puse a caminar yo solo por una avenida que bordeaba la zona portuaria. Llegué hasta el muelle y allí saqué mi armónica plateada, me puse a tocar y al cabo de un rato, noté que alguien se acercaba. Me di la vuelta. Una figura encapuchada me dijo en español. -¿Eres tú? Una señora me sonreía. Era Daría, la monja que había volado con nosotros en el avión. Hola…¿qué hace usted aquí? -le pregunté, sorprendido.- -Mañana me voy al frente ruso, quería ver el mar y orar un poco. -Ya. -Oye, ¿tú crees en el destino? -Lo pensé un poco y le dije -me molesta pensar que no somos libres. ¿Por qué lo preguntas? -Porque vas a ser padre. Reí, y le pregunté con media sonrisa: -¿Cómo lo sabes?
 A tu chica le brilla el aura. Lo vi desde que estábais haciendo fila en el aeropuerto para subir al avión. ¿Le has pedido matrimonio alguna vez? -No. -Para ella es importante. Muchos hombres no lo entienden, pero una mujer embarazada no está segura si no se casa. -Lo pensaré. -Sigue tu corazón. -Entonces, Daría, me sonrió, se dio la vuelta y desapareció.-
 Al día siguiente montamos en el ferry que nos llevaría hasta Batumi, al otro lado del Mar Negro. En el bar me puse a escribir lo que había pasado desde que fuimos al Torcal para ordenarme las ideas. De estar embarazada Felicia, el niño ya tendría tres meses. ¿Sería el destino? ¿Por qué no me habrá dicho nada? Mientras estaba en estas reflexiones, los transportistas rusos y ucranianos que dormían en los camiones de la bodega venían aquí a empinar el codo, y mientras escribía este relato, dos de ellos comenzaron a pelearse. No entendía qué decían, pero justo el barco pasaba enfrente de la península de Crimea, una zona ucraniana que de facto era gobernada por los rusos. Los camioneros en contienda parecían dos osos borrachos, que se mecían con las olas del barco, afortunadamente, esto hacía que sus golpes no dieran en el blanco y acabaron cayendo uno encima del otro, a cámara lenta, tratando se sujetarse a sillas y mesas, esparciendo por el suelo todos los cacharros que tenían encima mientras bramaban como dos bestias pardas. Justo en ese momento apareció Felicia. Se tocaba la tripa sonriendo. Todo el bar quedó en silencio. Los borrachos todavía forcejearon un poco. Uno de ellos miró hacia la puerta y la vio. La verdad que hasta yo noté que tenía un brillo especial.
 Los camioneros magullados se separaron, se sacudieron las camisas y murmuraron unas frases confusas que sonaban a disculpas. Felicia se sentó conmigo, mientras el camarero recogía los vasos y platos, y los borrachos se palmeaban amigablemente los hombros, y como si no hubiera pasado nada, le pregunté: -¿Quieres casarte conmigo? Los dos nos echamos a reír. No era el lugar más bucólico para pedírselo, sin duda. Pero esas palabras surgieron desde el fondo de mi ser y no pude contenerlas.
 -¿Sabes que estoy embarazada?
-¡Si!
 Poco después, nos casamos en Georgia. Nunca me imaginé llevando una corona y menos el día de mi boda, pero bueno, así son las bodas ortodoxas.
 Encontramos a la familia georgiana de Felicia en Borjomi. Todavía se dedicaban al vino y tenían una bodega con el apellido de la familia: Rostami. Ellos se empeñaron en organizar toda la parafernalia ortodoxa. Por lo visto la corona representa la bendición de Dios. Nuestros padres y hermanos quisieron venir a Borjomi en cuanto se enteraron de que nos casábamos y que íbamos a ser papis.
La algazara que se formó aquella noche de nupcias fue increíble.
Los georgianos cuando se ponen, beben como cosacos y hacen unos cantos polifónicos que son una maravilla. Todavía recuerdo a aquella monja que vino hasta el muelle como si fuese una ecografía.
En su honor le pusimos su nombre, Daría, a nuestra hija. Ya había pasado un año de eso y echábamos mucho de menos a nuestra gente. ¿Qué no daría por ir de Georgia a Antequera para celebrar por todo lo alto el amor con nuestros amigos y amigas?
 Lo hicimos tras la vendimia. ¡Esa noche si que fue de órdago!
 Nuestra boda se celebró en el cortijo de un amigo, muy cerca del Torcal de Antequera.
 Cuando las luces del alba asomaron. Le guiñé un ojo a Felicia.
 ¿Nos vamos o nos quedamos para siempre, como los gigantes de piedra?
- Quedémonos. -Me dijo brindando con una copa de vino.- 
  Nuestra hija se llama Daría en honor a aquella monja. Pero todo el mundo la llama: 
                                                            
                                                         Georgia Antequera.



Luis Carmona Horta / Nataraj Noche Entonada
Escrito en Junio 2021 en Hoyo de Manzanares, Madrid.