Maia y Shunyata... por fin... caídos todos los velos, le hicieron sentir el Todo en la Nada. Con sus tesoros más secretos.
A partir de aquel día, Klaus asumió las funciones de cocinero del visir, dejó por tanto, la sopa del cetrero y se puso a cocinar cereales y frutos secos que la comitiva había llevado en cantidad. Los recuerdos de la noche dibujaban una sonrisa en su cara y sus ojos se abstraían, soñadores, evocando una noche sin fin.
Debía hacer gala de su pericia, por lo cual se puso a germinar cereales y legumbres, así dejó de depender de la escasísima leña, consistente en boñigas secas de camello, con el aliciente de que con ellas, podía hacer té, piedra angular de la cultura árabe.
En aquellas tardes interminables esperando el crepúsculo, Klaus imaginaba a Shunyata, había visto a Maia desnuda, pero Shunyata aún le desvelaba. ¿Cómo sería? Su experiencia sensitiva desbordaba su fantasía.
Recordaba el gusto de su piel. Nunca probó placer tan exquisito como aquel que se endurecía poco a poco en la boca.
Klaus
intentó repetidas veces hablar con ellas, pero iban en un carro
cerrado al final de la carabana. y Día tras día y noche tras noche,
finalmente atravesaron el Sáhara.
Ni las tormentas de arena ni los alacranes lograron matar a nadie, por lo cual tras recibir sus salarios y comerciar en la ciudad de El Cairo, todos fueron a entregar un diezmo de sus ganancias en la mezquita. Semejante proeza debía ser celebrada y todos fueron a la casa de uno de los mercaderes, en las afueras de la ciudad, en un suburbio llamado Madinaty. Allí, en una gran casa, sus esposas y criados les atendieron a cuerpo de rey.
Suntuosas comidas de arroz con pasas y almendras, dátiles y tamarindos y cordero asado fueron servidos a los beduinos y los Sikhs, que se sentaban bajo sus grandes turbantes alegres y contentos.
Tras cruzar el Nilo y descansar dos días en Madinaty, se dirigieron a la ciudad de Suez, el camino era árido pero estaba bien señalado y había pozos muy agradables por el camino, rodeados de palmeras a cuya sombra descansaban y charlaban joviales, los integrantes de la menguada comitiva pues alrededor de la mitad se quedaron haciendo negocios en El Cairo o se dirigieron al Norte, remontando el Nilo.
Finalmente, avistaron Suez. Tras sus murallas se escondía la ciudad costera que daba nombre al canal. Sorpresivamente, el puerto que unía Oriente y occidente, tenía las puertas cerradas.
Como se enteraron poco más tarde por un pastor de ovejas, un brote de lepra la cercaba, la comitiva discutió sus posibilidades, decidieron acercarse a las puertas, se despidieron de los beduinos y tras hacer una ofrenda a los enfermos (manteniendo una prudente distancia) lograron entrar en el puerto de Suez y fletaron un barco mercante. El capitán del barco, Hassan Markdiná era capaz de hablar sin palabras con la tripulación. Una sola mirada de sus oscuros ojos rodeados de negra Kohl, aquí y allá, ponía a los marinos en actividad. Un gesto de su cabeza, una leve sonrisa, un gesto de decepción... eran más que suficiente la mayor parte de las veces. Y, ¡ay! si tenía que levantar la voz... rara vez lo hacía, pero cuando lo hacía, temblaban los grumetes y hasta el contramaestre mantenía la mirada gacha. Una de estas ocasiones se dió cuando salieron Maia y Shunyata a cubierta. Los marinos dejaron de trabajar y comenzaron a alabar a Alá entre risas comentando los atributos de las azoradas muchachas. El Capitán salió de la sala de mapas y esto fue suficiente para que todos callaran y volvieron al trabajo, sin embargo, dijo ¡marinos! No quiero escuchar ni un solo comentario sobre nuestras pasajeras. Y os aseguro que si alguien osa molestarlas, conocerá la quilla de nuestro barco.
Al día siguiente, uno de los soldados del Punjab se dirigió a Klaus, cuando este le servía la comida.
-He visto como Shunyata captaba tu corazón y tus miradas... dueña de las mías es Maia ¡Por fin tendremos oportunidad de cortejarlas! Bueno sería que tocásemos instrumentos, pues la música, los corazones ablanda. Yo viajo con un laúd, bien podrías tú acompañarme cantando en tu lengua extraña.
Continúa leyendo en el próximo capítulo!
Ni las tormentas de arena ni los alacranes lograron matar a nadie, por lo cual tras recibir sus salarios y comerciar en la ciudad de El Cairo, todos fueron a entregar un diezmo de sus ganancias en la mezquita. Semejante proeza debía ser celebrada y todos fueron a la casa de uno de los mercaderes, en las afueras de la ciudad, en un suburbio llamado Madinaty. Allí, en una gran casa, sus esposas y criados les atendieron a cuerpo de rey.
Suntuosas comidas de arroz con pasas y almendras, dátiles y tamarindos y cordero asado fueron servidos a los beduinos y los Sikhs, que se sentaban bajo sus grandes turbantes alegres y contentos.
Tras cruzar el Nilo y descansar dos días en Madinaty, se dirigieron a la ciudad de Suez, el camino era árido pero estaba bien señalado y había pozos muy agradables por el camino, rodeados de palmeras a cuya sombra descansaban y charlaban joviales, los integrantes de la menguada comitiva pues alrededor de la mitad se quedaron haciendo negocios en El Cairo o se dirigieron al Norte, remontando el Nilo.
Finalmente, avistaron Suez. Tras sus murallas se escondía la ciudad costera que daba nombre al canal. Sorpresivamente, el puerto que unía Oriente y occidente, tenía las puertas cerradas.
Como se enteraron poco más tarde por un pastor de ovejas, un brote de lepra la cercaba, la comitiva discutió sus posibilidades, decidieron acercarse a las puertas, se despidieron de los beduinos y tras hacer una ofrenda a los enfermos (manteniendo una prudente distancia) lograron entrar en el puerto de Suez y fletaron un barco mercante. El capitán del barco, Hassan Markdiná era capaz de hablar sin palabras con la tripulación. Una sola mirada de sus oscuros ojos rodeados de negra Kohl, aquí y allá, ponía a los marinos en actividad. Un gesto de su cabeza, una leve sonrisa, un gesto de decepción... eran más que suficiente la mayor parte de las veces. Y, ¡ay! si tenía que levantar la voz... rara vez lo hacía, pero cuando lo hacía, temblaban los grumetes y hasta el contramaestre mantenía la mirada gacha. Una de estas ocasiones se dió cuando salieron Maia y Shunyata a cubierta. Los marinos dejaron de trabajar y comenzaron a alabar a Alá entre risas comentando los atributos de las azoradas muchachas. El Capitán salió de la sala de mapas y esto fue suficiente para que todos callaran y volvieron al trabajo, sin embargo, dijo ¡marinos! No quiero escuchar ni un solo comentario sobre nuestras pasajeras. Y os aseguro que si alguien osa molestarlas, conocerá la quilla de nuestro barco.
Al día siguiente, uno de los soldados del Punjab se dirigió a Klaus, cuando este le servía la comida.
-He visto como Shunyata captaba tu corazón y tus miradas... dueña de las mías es Maia ¡Por fin tendremos oportunidad de cortejarlas! Bueno sería que tocásemos instrumentos, pues la música, los corazones ablanda. Yo viajo con un laúd, bien podrías tú acompañarme cantando en tu lengua extraña.
Continúa leyendo en el próximo capítulo!
No hay comentarios:
Publicar un comentario